viernes, 18 de marzo de 2011

Novela Diaria de la Vida Real. Un niño ciego

Cuando los padres de Américo advirtieron que este no veía, lo Llevaron a un medico. Ahí, en un modesto consultorio de Gondivinho, en los alrededores de Oporto, supieron que su nene había nacido ciego, De momento se sintieron desconcertados y se revelaron ante aquella injusticia de la naturaleza, pero después, al correr de los meses, f u e r o n acostumbrándose a su pequeño y a que los identificara por medio de sus voces.


A los tres años de edad Américo era un niñito hermoso, de facciones regulares y de cabellos rubios y ondulados. Sus ojos azules disentían de la luminosidad del rostro, porque siempre se mostraban opacos, como cubiertos por un débil velo de color blanco. No obstante, era un pequeño alegre porque todavía no alcanzaba a evaluar la dimensión de su infortunio, considerado irreparable por los médicos. Gustaba de distraerse con juguetes a los cuales acariciaba, y cuya imagen seguramente reproducía en su mente de acuerdo con los contornos que percibía su tacto. Además, sus padres le habían obsequiado, en forma casi obsesiva, cochecitos y trenes con sonido que hacían reír al niñito y aplaudir fuertemente.


La vigilancia que el papa y la mama ejercían sobre él niñito era dictatorial, válgase el termino, aunque comprensible porque se trataba de un ser incompleto, y que sin el sentido de la vista podría tropezar y golpearse y aun causarse la muerte. El trabajo desarrollado por los padres en ese aspecto era angustioso y su presente y futuro llenos de incertidumbre.


Un mediodía del presente otoño la mama se enfrasco con un guiso que en otras ocasiones había adolecido de alias y descuido al pequeño Américo. Este, cansado de manosear los mismos juguetes, se levantó decidido del suelo y comenzó a caminar a tientas hacia la puerta de salida de la casa. Quizás lo hizo impulsado por el deseo de sentir el aire que entraba, de exte¬rior lo goleaba de lleno y a la vez para escuchar con más claridad el ruido de los trenes que a intervalos, pasaban cerca de la casa. Esta se hallaba ubicado a una decena de metros de las paralelas donde corrían los convoyes de pasajeros y de carga. Y el estrepito que estos producían era ensordecedor, dado que pasaba a grandes velocidades.


Con lentitud, dejando impresas en el polvo las huellas de sus zapatos, y sintiendo sobre su frente el aire acariciador de un mediodía tibio, Américo se hallo de pronto junto a uno de los rieles. Con timidez acerco la punta de su zapato derecho hasta hacer contacto con el metal y luego golpeo una y otra vez. En un momento dado subid un pie y luego el otro y pudo mantener el equilibrio, Sonrió entonces. Era un juego que nunca an¬tes había practicado, pero que le parecía divertido. Levantó sus brazos hacia los lados y ensayo un paso hacia adelante, después otro, y, satisfecho, sintió que podía deslizarse de prisa. En unos cuantos ins¬tantes Américo se convirtió en consumado equilibrista. Descendía luego hacia los durmientes, entre las dos paralelas, y repitió el proceso ante¬rior. Entretanto, a decenas de metros, mama seguía embebida en la lucha por vencer los obstáculos que le ofrecía el platillo que siempre deseaba su esposo.


El maquinista vio al niño. Fue como un relámpago. De inmediato pensó que aquel pequeño vería el convoy y saldría con rapidez de la vía. Sin embargo, no acontecido así. Y el conductor se dijo que debía frenar, aunque seguramente sería ya demasiado tarde. Nervioso, angustiado accionó la palanca correspondiente y cerró los ojos.


La figura del niño se había agrandado y estaba a solo unos metros. Cuando el maquinista volvió a despegar parpados, los sintió húmedos. El ferrocarril se había detenido. Con rapidez bajo de la locomotora, camino unos pasos en dirección al cabuss y se agacho. Vio entonces, tendido entre las paralelas el cuerpo del pequeño como un bloque inmóvil, y luego los ojos azules y opacos que lo miraban sin verlo. Comprendio, en ese instante, que el niño estaba salvado, y supo luego que este, carente de la vista, al escuchar el ruido del tren, aunque él se olvido ha¬cer oír el silbato, todavía tuvo tiempo de arrojarse sobre las durmientes, cayendo justamente en medio de las vías.
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